domingo, 10 de enero de 2016

Descubre No me prives de tu piel:



Prólogo
Más decidido que nunca a tomar las riendas de mi vida, a salir de
entre las sombras en las que me había visto obligado a refugiarme,
entré en Prohibido, el famoso local de moda al que me había invitado
Eloy Cárdenas, mi amigo, y, gracias a su generosidad, ahora
mi socio. Lo conocía desde que éramos adolescentes, aunque
habíamos perdido el contacto al acabar los estudios.
Sin embargo, como necesitaba huir con desesperación de la
precaria situación económica en la que me veía envuelto, lo había
buscado dos meses atrás, cuando me planteé retomar mi trabajo
como arquitecto y afrontar mis problemas, recuperar mi fortuna
y dejar al cobarde en el que me había convertido en el pasado.
Recién divorciado, con treinta y dos años... y de nuevo solo.
Con toda la vida por delante. Un buen futuro. Grandes planes.
Ésa era la primera noche que, después de mucho tiempo, salía
con la intención de disfrutar plenamente de mi libertad; una noche
en la cual, y por fin, no me avergonzaba de tener la mejilla
marcada, incluso me la dejé al descubierto; sin ser perfecto pero
sin secretos, siendo yo mismo, tras tomar la desesperada decisión
de poner punto final a mi calvario.
Me colgué el casco de la moto en la muñeca de la mano derecha
y me peiné el pelo hacia atrás con los dedos. Quizá no iba de
lo más elegante... pero sí cómodo. Camisa amplia de color crema,
cazadora oscura, pantalón vaquero con algunas arrugas y botas
negras sin abrochar.
—Entra —me invitó Eloy—. Mi «chica» —dijo en tono jocoso—
ya está dentro, arreglando sus cosas. ¿Qué, con ganas?
—Me tomaré una copa y me voy. Mañana estaré temprano en
el estudio con los últimos trámites. 
—Anda, no seas amargado, ya me dirás luego si te quedas o
no —se burló, entrando él primero—. Ya eres libre, que le den a
esa tía. Además, por fin vas a conocer a Pamela, la tienes intrigadísima.
Reí sin ganas. Sí, el momento de coincidir con su novia se había
postergado ocho semanas. Pero acababa de decidir que ya era
hora de exponerme ante la gente con total naturalidad, y de enterrar
los recuerdos de la fatídica noche en que mis planes se truncaron...
Y, tras fracasar en dos relaciones, debido en cierta parte a
ello, no podía seguir escondiéndome.
Dos mujeres: Viviana... y Eva Castillo.
Esta última mi ruina.
Después de los cambios habidos, iba dispuesto a acostumbrarme, a aceptar las reacciones de las personas al verme con la cara
descubierta; era una prueba para mí mismo, lo necesitaba antes
de enfrentarme a mi trabajo la próxima semana. De momento, no
había notado rechazo y eso me daba cierta esperanza de poder
hacer una vida normal.
—Y todo por la marca que tienes en la mejilla, ¿no? —aventuró
Eloy. Resoplé, poniéndome la chaqueta de cuero—. Es una
chorrada.
—No cuando se hizo.
—Pero ahora ya no te importa, si no, no saldrías... Lo hemos
estado preparando todo, encerrados. Ya te has acostumbrado
—insistió, haciendo un aspaviento—, si lo sabré yo.
—Lo estaba intentando hasta que me lo has recordado, Eloy.
Te gusta tocar las narices.
—Un poco..., pero sabes que tengo razón.
Opté por ignorarlo.
—¿Qué te parece? —mepreguntó él, señalando a su alrededor.
—Está bien. Diferente.
El elegante local se hallaba en las afueras de la famosa capital.
Eloy me había comentado que Prohibido abría de viernes a domingo.
Y siempre estaba abarrotado de un morboso público.
Era amplio, con espacios abiertos. Los clientes lo pasaban
bien, bebiendo u observando a las desinhibidas bailarinas, que se contoneaban cargadas de erotismo y, por supuesto, ligeras de
ropa.
—Un martini seco, por favor —pedí, sentándome a la barra.
Me sentía agobiado al estar casi en la ruina. Creer que el dinero
sería eterno y esconderme había sido mi gran error—. Doble.
—Otro para mí —dijo Eloy a mi lado. Lo miré de reojo y sonrió
picarón—. Lo necesito para el aburrimiento —se excusó alegremente.
—¿Aburrimiento? —repetí. Y apostillé—: ¿Te aburres aquí?
—Sí, esto no es para nada mi rollo, pero mi «chica» —repitió
la última palabra con aquel tono especial. «Pesado»— tiene una
amiga que es bailarina y no quiere perderse su esperada actuación,
ya que esta noche estrenan algo. No sé qué ni me importa...
¡Me cae fatal! En fin...
—Ya las conoces —respondí divertido y, curioso, añadí—:
¿Cuál es?
Enseguida torció el gesto.
—La amiga —aclaré divertido, alcanzando la copa.
—Está en el camerino, la Gata saldrá en breve. —Enarqué una
ceja al oír el llamativo apodo—. Así la llaman. Se ha convertido en
la mujer más deseada de aquí... No entiendo por qué.
Mi curiosidad aumentó a una velocidad de vértigo.
—Ahora la verás —dijo, levantando el vaso—. Bienvenido,
Leo, no seas nenaza y tíratela, que tiene pinta de ser muy fogosa.
—Paso...
—¡Cómo está de disciplinado mi querido arquitecto...! Te
hace falta una buena noche de sexo. Sí, sí —se rio—, cómo echaba
de menos estos momentos.
—Por nuestra amistad. —Chocamos las copas para brindar.
—¡Porque esta noche pilles y metas hasta el fondo!
Negué con la cabeza, mojándome los labios.
—Por cierto —me dijo más serio—, tienes la tarjeta de crédito
de la empresa a tu total disposición; utilízala como quieras y para
lo que quieras.
—Gracias —susurré asqueado—. La casa está en venta, espero
encontrar pronto un comprador.
—Pues es cara, ¿eh? Pero ¡he dicho que no te preocupes, hombre!
Me dio un apretón en el hombro. Yo opté por beber y olvidar.
—¡Ya estoy...! —Una voz femenina se interrumpió en seco.
Miré detrás, encontrándome con una rubia que nos sonreía a los
dos—. Perdón —se excusó con Eloy—, no sabía que estabas
acompañado... Soy Pamela. —Me saludó con la mano y añadió—:
Ya va a salir mi gatita.
«¿Gatita?»
—Leonardo Ferrer... —me presenté cortés, sin decir nada de
su amiga.
—Ay, Pam —suspiró Eloy—. Ve preparándote —le susurró
luego—. Tenemos una cita, no te olvides.
—No. —La cara de Pamela cambió y, al mirarme de nuevo, se
percató de la marca en mi rostro. Me incomodó, aunque lo disimulé
y ella trató de hacer lo mismo—. No sabes cuántos regalos
le han llegado, ¡el camerino está lleno!
Sonreí, rascándome la nariz y conteniendo una carcajada, pues
Eloy la estaba ignorando mientras ella, ajena a eso, parecía entusiasmada
con los obsequios de su amiga. Pamela era guapa, con
buen cuerpo y cursi. Menuda joya.
—Voy a arreglárselo un poco. —Caminó dos pasos hacia
atrás, despidiéndose con la mano, y al tercero se cayó sentada en
una silla.
»¡Coño! —exclamó.
—Anda, ve, anda. —Eloy la ayudó, soltando otro largo suspiro—. Te espero, cariño.
—Sí...
Habría que ver cómo era la amiga, pensé, pidiendo otra copa,
a punto de reír.
La música empezó a sonar, al principio baja, pero poco a poco
fue subiendo de tono. Me tomé el martini doble, aunque dejando
pasar los segundos entre trago y trago, pues ya no bebía como
antes, y, girando el taburete, paseé la mirada por un grupo de
mujeres que salían juntas al escenario.
Eran unas cinco. Todas altas, atractivas... engreídas... Se notaba
que el club era de nivel, es decir, un sitio selecto y exclusivo.
¡Un momento!
De pronto mi cuerpo se alertó, haciendo incluso que me levantase del asiento y cobrando vida propia. La bilis se me subió a
la garganta. El corazón me dejó de latir. No, no podía ser cierto.
Entrecerré los ojos, confirmando cruelmente mi alucinación. Un
intenso dolor se abrió paso en mi pecho y me desgarró por dentro.
Me quedé atónito al ver a una de las bailarinas. Me impactó,
me impresionó, pues la conocía muy bien. A ella, sus curvas y su
ahora iluminada y renovada mirada... De la que muchas noches
me había privado, aun estando juntos en el mismo espacio.
Por un segundo no supe cómo actuar... hasta que reaccioné.
Era ella.
Tuve ganas de subir y pedirle explicaciones, gritarle que no
tenía derecho a estar contenta cuando yo, por su culpa, lo había
intentado con otra sin conseguir nada, por haberla dejado ir
con él.
Parpadeé no sé cuántas veces, rompiéndome en pedazos. Pero
no se evaporaba, era una realidad que había necesitado con desesperación
y a la que me había impuesto no volver a ver... Odié
encontrarla allí. Provocándolos a todos, riéndose.
—No me lo puedo creer. —Eloy rompió a reír—. ¡Qué rápido
has sucumbido! Se te cae la babita... Anda, tíratela. Es morbosa,
seguro...
—¿Se acuesta con los clientes? —pregunté, estático y descompuesto.
Tuve que agarrarme a la barra, pues mi cuerpo sufrió un
bajonazo, incluso sentí arcadas ante su desvergüenza. La diversión
se acababa—. ¿Eloy? —reclamé.
—Que yo sepa, no. Va de digna.
Intenté evitarla desviando la mirada, pero sin conseguirlo.
Con ella sólo una vez había tenido poder de decisión sobre mis
acciones. Mis ojos no podían apartarse de Eva, aunque sufría al
verla. Llevaba una falda muy corta, azul eléctrico, a conjunto con
un top que marcaba a la perfección sus exuberantes pechos, muy
juntos y subidos. Acentuando su explosivo escote, el canalillo...
con la perfecta ondulación de un seno al otro.
Sus ojos grandes, azules y perfilados con un intenso color negro.
Labios rojos, generosos y sensuales. Un color que le gustaba...
Mi cuerpo llevaba la prueba de ello. El cabello de color de chocolate,
a la altura de los hombros y alborotado como el de un león.
Salvaje. El calor que empezó a recorrer mi cuerpo se hizo insoportable.
Me sentía ardiendo y a punto de explotar. Imágenes calientes
del pasado me asaltaron sin control. Sin compasión.
Imágenes de Eva confesando su amor por otro. Su... engaño. Y
me dolía.
—¡Venga, lánzate! —me empujó Eloy.
—No seas pesado —gruñí, apartándolo.
La curva del vientre plano de Eva, bien trabajado, como yo le
había enseñado a hacerlo, casi me hizo perder la cabeza de deseo
y decepción. Aquella cintura seguía siendo un pecado, decorada
con purpurina, sin permitir que su color de piel bronceado deslumbrara
por sí solo. Me puso cardiaco, no sólo por el precipitado
calentón, ya que aunque allí había muchas más mujeres con
las que poder desahogarme, yo no deseaba a otra: ella era única.
Había sido mi salvación, algo muy mío; por mí aprendió a cuidarse,
a quererse. Ambos nos enseñamos a aceptarnos tal como
éramos. Fue mi fiel compañera en la intimidad... Eva Castillo.
La mujer a la que había echado de mi vida tras un descontrolado
y desmesurado encuentro sexual. La humillé, le hice daño, la
avasallé con palabras y con las exigencias de aquella loca madrugada...
en la que descubrimos mucho más de lo que debíamos
saber. Me hizo daño conocer detalles y mentiras.
No volvió tras pedírselo yo, y quise creer que sería lo mejor.
«Qué equivocado estaba.»
La miré abiertamente y estuve a punto de darme cabezazos
contra la barra. ¿Cómo podía haberse recuperado tanto? ¿Pensaría
aún en mí? Cerré los puños y me contuve para no subirme al
escenario y llevármela de allí, aunque fuera a la fuerza. Y obligarla
a recordar lo que vivimos juntos. Las eternas noches de pasión,
la forma en que su cuerpo reaccionaba a mis caricias, pidiendo
cada vez más. Ahora no era ella... ya no la reconocía.
—Esto no puede ser... —siseé.
—¿Qué?
—Nada, Eloy —mascullé destrozado—, pídeme otra copa,
por favor.
—Pero ¿qué pasa? ¡Me parto de risa!
Eva se colocó en el centro del escenario con las piernas separa-
das, de espaldas a todos los que la mirábamos, destacando por
encima de las demás. Soberbia, juguetona... e irreconocible. Una
diosa. Empezó a mover las caderas, a sacudirse, provocando sensualmente
a los hombres, que gritaban por ella.
Los celos empezaron a apuñalarme como cuchillos afilados.
—¿Está con alguien? —le murmuré alterado a Eloy, quien se
volvió al mismo tiempo que yo la apuntaba con el dedo.
—No, hace meses que lo dejó con su novio. Creo que se llama-
ba Abel... —aclaró, sin dejar de descojonarse—. Soltera y entera.
Vacié los pulmones. ¿No había vuelto con él?
—Joder, Leo, te acabas de separar.
—¿Y qué? —mascullé.
—¿De verdad quieres complicarte la vida? Te recuerdo que es
amiga de Pamela, que estará cerca. Es complicado para querer
sólo una aventura... Es más lioso que todo eso. Leo, ¿me oyes?
—¡Que sí!
—¡Vaya! Joder, con Eva.
La recordaba cada noche... Dejó huellas, muchas. También me
hizo daño, me traicionó mientras estaba en mi cama, originó un
rencor que nunca conseguimos olvidar los dos y que me empujó
a comportarme como lo hice. Experimentaba por ella sentimientos
que rozaban la obsesión, intensos, que se convirtieron en agonía
al perderla. Traté de mantener la calma, de pensar que podría
estar bien con otras. En medio de aquella oscuridad en la que
nadie podía verme.
A ciegas, igual que con ella, pero nada funcionó.
Por su culpa, para borrarla de mi vida, me casé con una mujer
que me hizo daño... Y que no me hizo sentir como Eva, pues,
cuando la tocaba, era a ella a quien veía, su dulzura, la que ahora
parecía haberse evaporado encima de aquella tarima, mientras se
contoneaba para los demás.
Hacía dos meses que había tomado la determinación de recuperar
mi vida sin la máscara que ocultaba mi cicatriz. Eva ya estaba
olvidada. Pero esa noche, al volver a verla, mi mundo dio un
vuelco, se distorsionó y mis planes cambiaron. Sin salida. No podía
negármelo ni cometer otro error: la necesitaba, la echaba de
menos aunque no sabía hasta qué punto. No tenía ni idea de qué
sentía, pero lo averiguaría al precio que fuese. Lucharía.
Daría marcha atrás a todos mis planes. Necesitaba saber qué
pasaría, qué sentiría al volver a tocarla. Me escocían las manos ya
de pura necesidad...
—Anda, bebe —me incitó Eloy.
Cogí la copa a tientas, fatigado.
—Por Dios, ¿qué tiene esa tía? —se quejó.
—No lo sé... pero quiero conocerla cuanto antes.
A ella no podía decirle que yo era el mismo hombre al que
acariciaba a oscuras, al que se entregó durante cuatro meses, casi
todos los fines de semana... en una habitación... Tenía que ganármela
sin confesarle que era aquel que la había lastimado, o no me
daría la oportunidad ni me perdonaría. Un poco de misterio tampoco
nos vendría mal. Ella se había construido fácilmente otra
vida en la que no había sitio para mí, mientras yo la añoraba.
«¿Cómo será su vida?»
¿Le gustaría sin la negrura que antaño nos envolvía?
Ahora sería yo, con luz, y sin máscara... no me reconocería.
Sin recordarle al hombre que le había hecho daño, recuperan-
do al Leonardo que fui mucho antes de conocerla: directo, aunque
dando una de cal y otra de arena... Jugando con ventaja y a la
vez propiciando que me necesitara. De ese modo y poco a poco
conseguiría que dependiera de mí... de nuevo. Hasta recuperarla
si confirmaba que no soportaba alejarme otra vez de ella y, entonces,
no volver a dejarla escapar.
¿Y si no quería estar con ella más allá del sexo?
¿Y si con una noche me bastaba para descubrir que sólo que-
daba algo de deseo y nada más? Que ya no existía aquella especie
de magia, como antes... Pero ¿y si me quedaba enganchado de Eva
más que antes? Tendría que luchar...
Y si luchaba lo haría con las ideas claras, así lo olvidaría a él,
sería completamente mía, no sólo físicamente. Me impondría a
mis propias decisiones. A mi orgullo. Eva había sido mía... pensando
en él, pero eso me bastaba.
La máscara y mi voz susurrante, baja, la oscuridad ocultándole
quién era yo... ¿Y ahora? Desde aquel mismo momento, aprovecharía
para poner mi plan en marcha. Averiguaría si entre nosotros
seguía habiendo algo... Algo profundo más allá de mi
anhelo o de una mera obsesión por el simple hecho de no tenerla.
Vería si podría pasar al olvido con una sola noche de intimidad,
cuando se entregara a mí tan fácilmente como me temía que
podría suceder con aquella nueva Eva a la que, por más que contemplara,
seguía sin reconocer.
—Preséntamela —le ordené a Eloy sin mirarlo.
—¡Lo sabía! ¿Un babero?
—¡Eloy! —exclamé cerrando los ojos, prohibiéndome ver
cómo aquellos babosos se la comían con la mirada—. Ya basta,
tío. Quiero conocerla.
—Ya veo. —Suspiró—. Tranquilo, Pam y yo tenemos previsto
dar una fiesta para la inauguración de nuestro negocio, y de paso
daros una noticia —explicó, mientras me apretaba el hombro de
nuevo, ahora más serio—. Déjame unos días para que lo organicemos
todo y el próximo fin de semana podrá ser toda tuya.
¿Podría esperar? Tendría que fingir que no la conocía. ¿Podría?
Y solo... No. No podía seguir aparentando sin tener ningún
apoyo.
—Eloy, tengo que contarte algo. —Él asintió extrañado. Me
acerqué y le advertí—: No puede saberlo tu novia.
—Tranquilo, si es de Eva, por supuesto. No la trago.
Carraspeé incómodo.
—Conozco a Eva y necesito tu ayuda.
Le conté cómo aquella mujer había llegado a mi vida... y que
verla allí me estaba consumiendo. Que seguía siendo mi debilidad
y que no sabía si la quería de vuelta.


1
La nueva Eva
¿Qué es lo que suena? ¿Estoy soñando que tengo frío o...? Mejor
sigo durmiendo. ¿O estoy despierta? ¡Qué aturdimiento! Sí. Definitivamente,  tengo frío y también sueño... Tiro de la fina sábana
y me cubro hasta la barbilla, acomodándome mejor en la cama.
Qué gustito. Espera, ¿ya es de día? Abro un poco el ojo derecho, el
otro se resiste, pegado como está.
La persiana casi bajada, lo suficiente para que no entre ni un
leve rayo de luz. Miro el despertador que tengo en la mesilla, en el
lado izquierdo. ¡Oh, no! Le doy un pequeño golpe, lo apago y,
desmadejada, intento sentarme medio recta. Me cuesta.
Estiro los brazos, me desperezo. Entonces oigo un ronroneo
cerca de mis pies. Bajo la mirada y le sonrío a la bola de pelo blanca
que me mira como quien no quiere la cosa.
«¡¿Será posible?!»
—Miau, ¿cuántas veces te he dicho que en mi cama no? —lo
regaño con voz mandona. Cierra los ojos y yo, por fin con los
míos abiertos, gateo por el colchón hasta llegar a su lado. Lo
beso—. Buenos días, gatito desobediente.
Vuelve a ronronear y yo a besarlo con ternura. Hace un mes
que lo tengo y nos llevamos muy bien. Me hice cargo de él al encontrarlo
cojeando en la calle. No pude abandonarlo y ahora es
mi nuevo compañero de piso.
—Hora de ponerse en marcha —le anuncio.
Me levanto de la cama echándole un vistazo a la hora. Son las
ocho de la mañana. He tenido una noche mala, no sé por qué
apenas he pegado ojo. Precisamente ahora que desde ayer estoy
más relajada, ya que mi padre ha decidido irse un mes a Barcelona,
con unos familiares, aliviándome de la carga que me supone a veces su presencia. Nuestra relación es fría, cada día más inexistente...
por sus problemas con el alcohol tras la inesperada marcha
de mi madre.
Voy al baño, que tengo al fondo de la habitación, para darme
una ducha rápida. Tengo todo tipo de jabones, y de los más diversos
aromas, aunque siempre elijo el olor a vainilla, mi favorito.
Me quito el delicado camisón de seda, pensando que no sé por
qué he pasado tanto frío, si apenas estamos entrando en el mes de
septiembre.
Una vez en ropa interior, me doy la vuelta y evito mirar en el
enorme espejo las dos cicatrices que tengo en el cuerpo: una en la
espalda y la otra en la ingle y destierro los malos recuerdos.
—¡Ya! —grito. No quiero lamentarme—. Soy la «nueva Eva»
—me digo—, estoy sobreponiéndome poco a poco
Me quito las braguitas de encaje negro y las dejo caer junto al
retrete. Antes de abrir el grifo, me quedo como mi madre me trajo
al mundo. Pero a lo lejos oigo que suena mi móvil. ¿Quién será
tan temprano?
Vuelvo al dormitorio, desnuda, y miro la pantalla. ¿Pamela a
estas horas? Preocupada, le doy a responder.
—Hello? —saluda mi mejor amiga, cantarina. Niego riendo,
relajándome—. Señorita Castillo, ¿cuándo dispondrá de tiempo
para mí?
—Hmm. Rápido, he de ducharme, desayunar, comprar té...
—¡Stop!
Me taladra el tímpano. Pongo los ojos en blanco, porque así es
ella de desesperante.
—A ver, ¿qué pasa ahora? —pregunto, y como sé que tardaré,
voy sacando mi atuendo del día del vestidor—. Soy toda oídos.
—Te tengo una sorpresa —comenta riendo—. ¿Quieres oírla?
—Pam... —la regaño, mientras rebusco entre las perchas—.
Tengo prisa, por favor. ¿Quedamos a las nueve menos cuarto en
la cafetería de siempre?
—Eva...
—No, Pam —la interrumpo. Cojo una camisa blanca con volantes en la pechera y una falda recta de color negro. Salgo del  vestidor, dejando ambas prendas sobre la cama—. Son diez minutos
de ducha y mientras me termino de secar el pelo, maquillar,
etcétera, otros diez. Quince en llegar con el coche hasta allí. Me
sobran diez para desayunar.
—¿Eso lo has mirado en tu agenda? —me dice con malas maneras—.
Eva, ¿necesitas controlarlo todo hasta el punto de anotar
cuándo has de ir al baño? ¡Por Dios!
—Me gusta organizarme, nada más —contesto yo—. ¿Sí o no?
—¡¡Vale!!
—Hasta ahora —me despido riendo.
La adoro. Somos amigas desde que éramos una crías, es la her-
mana que nunca he tenido, y creo que yo también lo soy para ella.
Sin Pamela no sé qué haría, aunque me sienta culpable al no confiarme
a ella plenamente... como hacíamos antes de que todo sucediera.
O como ella sigue haciendo conmigo.
Lanzo el teléfono a la cama, saco las medias del cajón y me
encierro en el baño. Al entrar en la ducha, no me paro a pensar,
no tengo tiempo. Abro el grifo del agua caliente. Me lavo el pelo y
cuando toca el cuerpo me lo froto hasta enrojecerme la piel. Hasta
que me duele como si me la estuviera arrancando a tiras.
Nadie sabe cuánto me avergüenzan las dos cicatrices, cuánto
me agobian las sensaciones que aún me asaltan de la noche en que
me las hice. De hecho, nadie las ha visto.
Por fin, salgo de la ducha y a toda velocidad termino de prepararme.
Me seco el pelo, con la raya en el lado izquierdo. Me pinto.
Me retoco las uñas, delineando perfectamente los bordes. Cojo
un pañuelo para el cuello, me calzo los zapatos de tacón de aguja
y, tras despedirme de Miau, salgo de casa con mi recién estrenado
y caro coche.
¡Uau! Últimamente no me importa derrochar, para eso tengo
dos trabajos. Aunque la realidad me golpea. No entré en Prohibido
con la intención de ganar dinero, sino para sentirme deseada,
para obligar a mi cuerpo a que vuelva a sentirse vivo, a excitarse...
Sin embargo, a día de hoy no he obtenido resultados. Estoy fría,
seca. He dejado de sentirme mujer. Desde aquel maldito día en
que... Sacudo la cabeza con una mueca amarga al recordar la palabra «frígida» y estaciono el automóvil en el garaje del edificio al
que hace meses trasladé mi inmobiliaria.
En poco más de un minuto entro en la cafetería Café y Té, de
la calle Esparteros, en Madrid. Nada más cruzar la puerta, me
encuentro con Pamela, sentada a una mesa junto a la cristalera,
con el móvil en la mano y riendo. Se me escapa una sonrisa al
verla tan entusiasmada. Es rubia y lleva el pelo corto. Tenemos
casi las mismas medidas, aunque ella es mucho más simpática y
más provocativa que yo a la hora de vestir.
—Gatita —me dice al verme. Se levanta, contenida, tirándome
del brazo. Me da un beso cariñoso y nos sentamos rápidamente.
Arqueo una ceja, no estoy acostumbrada a tanta urgencia
por su parte—. Empiezo a trabajar. Me he animado con un proyecto.
¡Fuera los miedos!
—¡No me digas! —Asiente y yo finjo aplaudir, ilusionada,
sin darme cuenta de que la gente nos mira debido a su alegre
grito—. Eso es fantástico, Pam. ¿Cómo ha sido? Qué callado te
lo tenías, ¿eh?
—Te he pedido un té verde —me dice sonriendo. Le guiño un
ojo agradecida. Me tiene loca, porque la quiero más que a mi
vida—. Eloy me propuso hace un par de meses algo que no he
podido rechazar. —Me deja sorprendida, ya que no soporto al
cerdo de su novio—. Un negocio juntos, y con su nuevo socio,
claro... Se llamará Estudio de Arquitectura y Diseño CFS.
—¿Qué es eso? —pregunto incrédula, cogiendo el té que me
ha servido el camarero. A Pamela chocolate con nata.
—Las iniciales de nuestro estudio, por nuestros apellidos. Cárdenas,
el de Eloy. El de su socio era... —Se queda pensativa—.
Fe... bueno, no me acuerdo. Y el mío, Sánchez. Me encargaré del
diseño, como ya puedes deducir. Trabajaremos juntos.
Arrugo la frente. No sé qué decir. Ayer mismo me comentó las
dudas que tiene acerca de su relación con Eloy. Que él le había
propuesto hacer un trío, después de ver cómo ella se enganchaba
a una famosa trilogía erótica... Mencionó incluso la posibilidad
de romper con él. No entiendo nada.
Tomo un sorbo de té, mirándola a través de las pestañas. 
—Sé lo que me vas a decir —murmura, removiendo el chocolate—.
Pero tranquila, sé lo que hago. Dame unos días y lo entenderás.
Suspiro un poco mosca al intuir las intenciones de Eloy. La
está atando a él a través del trabajo, para que no lo deje.
—Tú verás —mascullo.
—Bueno, la cuestión es que quiero invitarte a la inauguración.
Daremos una pequeña fiesta y no puedes faltar.
—Depende de cuándo sea —le contesto, mirando el reloj; ya
son las nueve menos diez pasadas—. De lunes a viernes tengo la
inmobiliaria, con horario partido. El sábado por la mañana hago
la compra de casa. El gimnasio a diario, no puedo faltar si quiero
mantenerme en forma, y Prohibido es...
—... es el sábado por la noche. Ya he hablado con Oliver, tu
jefe. —La miro con cara de pocos amigos. Ella me coge la mano y
se inclina hacia adelante. Al apretármela me ablando. La quiero
demasiado—. Es importante, Eva. Oliver no me ha puesto ningún
inconveniente, sabes que lo tienes loco.
Me niego a tocar ese tema. Me suelto la mano, incómoda. Me
termino el té y me levanto apresurada, sacando de mi bolso el
dinero para pagar el desayuno, antes de que lo haga ella.
—Iré —accedo gruñona—. Pero porque sé lo importante que
es para ti. ¿Y dónde será?
—Espera, te acompaño y te cuento —dice, también ella apresurada,
dejándose media taza de chocolate. Me extraña, ya que es
muy golosa, pero no le digo nada.
Se agarra de mi brazo, sonriente.
—¿Qué? —refunfuño.
—A ver, lo primero es que no te enfades.
«Ya estamos...»
La conozco y, antes de que, en efecto, me enfade, saco de mi
bolso el mechero y un cigarrillo, que enciendo bajo su cauta mirada.
Me está cabreando. Lo sabe y por eso sigue sin hablar. Sólo
me mira haciendo un medio puchero, hasta que desvía la mirada
al frente. Sigo la dirección de sus ojos y me encuentro con nuestra
amiga Rebeca, que viene corriendo, en chándal.
Es la más deportista de nuestro grupo.
¿Qué hará aquí?
—¡Esperad! —grita, y al llegar a mi lado se pone las manos en
las rodillas. Ahogada—. ¿Ya se lo has dicho, tía? —le pregunta a
Pam.
—No... —responde ésta.
—Dejaos de tonterías ya, ¿vale? —las amenazo, dando caladas
cada vez más seguidas—. Rebe, ¿no tienes que trabajar en la peluquería?
—Sí, pero... —Se calla, supongo que al ver mi cara, que se
transforma de pronto al mirar lo que está sucediendo detrás de
ella.
«¿Qué es esto?»
Ignorándolas a las dos, doy un paso al frente, hacia mi inmo-
biliaria, que está en la planta baja, a pie de calle. Arriba hay dos
plantas más que no están ocupadas. Según me dijo Eloy, mi arrendador,
el edificio seguiría vacío para mí, pero veo que están metiendo
mobiliario: mesas grandes y estanterías. Está jugándomela
pero bien.
—¿Para qué es todo eso? —le pregunto a Pamela, sin mirarla.
—Mira el letrero... —deja caer. De fondo, oigo la carcajada de
Rebeca—. Estaremos en la primera planta, la segunda de momento
sigue libre.
Estudio de Arquitectura y Diseño cfs.
No puede ser. Siento que me hierve la cara por la sangre que
acumulo. Por el cabreo tan de buena mañana. Me doy la vuelta,
acusándola con la mirada. ¿Cómo ha sido capaz de no avisarme?
Sabe que no soporto a Eloy y encima ¡trabajaremos en el mismo
edificio! Le pago por transferencia para no tener que verle la cara
y para no molestar a mi amiga con nuestros piques, y ahora me la
juegan de esta manera... ¡Esto es el colmo!
—Traidora —digo, señalando el camión de la mudanza—. Me
lo prometió, Pam. No es justo, lo sabes.
—Nos veremos a diario, Eva. Míralo por el lado positivo.
—Ah, pero ¿lo tiene? No me había dado cuenta —replico irónica.
Mi amiga se cruza de brazos, haciendo el típico sonido con la
garganta de cuando está mosqueada o nerviosa. Yo chirrío los
dientes, mi forma de demostrarle que también estoy enfadada.
Rebeca se lo pasa bomba, tanto que me quita el cigarrillo sin dejar
de reír como una loca.
—Ahí os quedáis. —Me doy la vuelta, mientras saco la maldita
llave del bolso, que, con tantos productos de higiene, parece el
de Doraemon—. Ya os vale.
—¡Buen día, chula mía! —se regodea Rebeca, y agita el cuerpo
haciendo la ola... haciendo la tonta, vamos—. Qué guapa va, ¿verdad?
—Ajá, siempre elegante... —masculla Pam.
Encima se enfada. Y sé que ninguna de las dos daremos nues-
tro brazo a torcer ahora. Chocamos tanto como nos queremos.
De mal humor, cruzo las puertas de la inmobiliaria. Todo está
recogido, ordenado. Huele a limpio, a fragancia de lavanda. El
local es pequeño, con lo necesario para hacer mi trabajo, aunque
tengo una habitación, con baño, para descansar. Encabronada
aún, me siento detrás de mi escritorio. Me quito el pañuelo, la
chaqueta y los dejo en el respaldo de la silla.
A la defensiva, miro por la cristalera, pero mis amigas han desaparecido
sin ofrecerme una disculpa. El tramo de acera está solitario,
únicamente veo el dichoso camión que me ha dado el día.
«Me las van a pagar», me digo quisquillosa.
Me pongo cómoda mientras enciendo el ordenador. Hoy es
lunes, la mañana será tranquila, de modo que aprovecharé para
poner al día el papeleo y organizarme un poco. He de revisar unos
contratos de alquiler y de compraventa de dos adosados.
¡Mierda!, se me ha olvidado traerme un té para tomar aquí. En
fin, me agacho para coger los papeles del cajón, pero al levantar
la cabeza y mirar de nuevo fuera a través de la cristalera, por la
derecha veo a un hombre alto que se baja de una impresionante
moto y viene directo a mí.
Camina seguro, con andares chulescos, decididos.
«¿Quién será?», me pregunto, sin quitarle ojo.
Moreno, de ojos oscuros. Con el pelo peinado hacia atrás, no demasiado corto y sin engominar. Lo sigo mirando, ya que no
puedo apartar la vista. Es alto, fibroso. Se afloja la presión del
ajustado pañuelo que lleva al cuello, más inquieto según avanza.
Parece molestarle el pañuelo, porque lo sacude de un lado a otro,
se comporta como si le sobrara la ropa.
Qué botas tan rockeras, ¡me encantan!
«Vaya. ¡Qué pillada!, joder.» Me percato de que también me
está mirando con descaro, igual que yo a él, y mi cuerpo se estremece,
sin una explicación razonable, al sentir sus ojos clavados en
mí. Se para justo en los escalones de la entrada, se pasa una mano
por la nuca y suspira. Tiene los labios gruesos, poca barba. Al oír
la puerta, dirijo la vista al ordenador, fingiendo que no estoy
como un flan.
«¿De verdad me he puesto así? ¿Qué me pasa? Qué estúpida.»
Me tiemblan las manos, no atino con ninguna letra del enor-
me teclado.
—Buenos días —saluda él al cruzar la puerta. Qué voz tan grave. Me atrevo a levantar la vista, pero mi corazón se acelera a una
velocidad que no entiendo y opto por mirarlo sólo de reojo—.
¿Puedo sentarme? —Señala la silla frente a mí.
—Buenos días. Sí, pase —le digo, ofreciéndole asiento.
Doblo las piernas para relajarme o para tratar de hacerlo. No
lo consigo. Termino cogiendo aire y echándole ojeadas a cada segundo.
Él se sienta cómodamente y se queda mirándome. Esperando
que yo hable. No puedo.
Su mirada es profunda, penetrante. Veo que tiene una cicatriz
en la mejilla derecha, no muy marcada aunque visible. Carraspea,
creo que quiere llamarme la atención por mi indiscreción, y se
remueve incómodo en el asiento porque yo no hago caso.
«No tengo por qué», me digo, obligándome a salir del estado
de ensoñación por el que, tontamente, he sido abducida.
—¿Le da asco? —me espeta él al final, mientras se señala la mejilla.
Me deja atónita. «Qué sincero.»
—Por supuesto que no.
—Déjelo ya entonces —pide con desgana.
—Perdone, estaba pensando en... —me excuso al tiempo que
señalo los papeles. Él asiente sonriendo, y me muestra unos bien
alineados dientes blancos. No puedo evitar agarrotarme. Me paso
la mano por la cara un momento, espabilándome de una vez—.
Dígame, ¿en qué puedo ayudarlo?
—¿Podemos tutearnos? —pregunta sin rodeos, dejándose
caer hacia atrás, con las manos apoyadas en los brazos de la silla.
—Claro, supongo —respondo seria—. ¿Y bien?
—Estoy buscando un piso por el barrio de Salamanca. Alquiler.
Me remuevo en el asiento, es directo y no sólo eso. Lo ha pedi-
do en mi zona. ¿Vamos a ser vecinos? Espero no tener tan mala
suerte. Eloy y ahora esto. Empiezo a creer que se trata de una
conspiración. No me encuentro bien, cuanto más lo miro... más
se me acelera el pulso. Me noto la vena del cuello palpitante.
—¿Me has oído? —pregunta. Me mira curioso, sometiéndome
a un escrutinio continuo. Yo termino asintiendo con la cabeza,
con un gesto un tanto confuso. Así me siento—. ¿Entonces?
Parece que se te haya comido la lengua el gato. ¿Todo bien?
—Perfectamente. Pero estoy pensando en cosas importantes
—añado molesta—. Tengo que mirar. Si te parece bien, coge este
catálogo —lo empujo a su lado de la mesa— y dime si es lo que buscas.
Con un dedo lo arrastra hasta tenerlo en su poder y, mientras
lo mira, yo me fijo en él. Está concentrado en las imágenes, aunque
parece distraído, pensativo. En una de ésas, levanta la vista sin
pensar que lo pillaré y se encuentra con la mía. Sacude los hombros,
el pañuelo del cuello vuelve a molestarlo. Aunque parece
una contradicción, su expresión es serena, con los ojos entrecerrados.
¿Me está evaluando?
Hay algo en él que me incomoda, que me eriza la piel. Incluso
tengo frío. No sé si es su forma tan profunda de estudiarme o de
sostenerme la mirada.
—¿Tú ya lo has visto? —me pregunta, con un tono bastante
demandante. Casi alto. Niego y él señala de nuevo el catálogo—.
¿Lo alquilan tal como está?
—Déjame ver.
Ladeo la cabeza y al intentar atraer el catálogo, rozo su dedo.
Salta una chispa eléctrica que me obliga a apartarme de él. Frunce
el cejo y sé que es porque él también la ha sentido. No me lo he
inventado. Me recorre todo el cuerpo, el calambre me avasalla y
hasta estoy a punto de pegar botes.
¿Qué demonios...? «Ya basta, Eva, piensa y repite: no-te-afecta.»
—¿Sí o no? —insiste lentamente, con voz muy suave.
—Sí —respondo, dejando las estupideces a un lado. Nunca
más volverá a intimidarme ningún hombre—. Pero permíteme
comprobar que no lo he alquilado o vendido. Tengo dudas.
—Y novio, ¿tienes?
—¿Perdona? —murmuro, y me pongo recta.
Él sonríe, esbozando una atractiva sonrisa, metiéndose el labio
un poco hacia dentro al hacer el gesto. Espera, ¿me está retando?
¡¿Qué se cree este idiota?!
—Oye, no te equivoques. ¿Has venido por el piso? Porque
para tonterías no estoy disponible.
—Por el piso, pero no esperaba encontrarte.
—Has tenido suerte —gruño crecida.
—Aún tengo que averiguarlo. —Se inclina hacia mí, atrevi-
do—. Quizá la suerte sea tuya.
—Seguramente —murmuro irónica. Está a punto de sacarme
de quicio—. Soñaba con un cliente como tú.
—Y ya estoy aquí.
¡En fin!
Carraspeo, y me pongo con el ordenador o lo tendré que man-
dar a la mierda. Y no quiero ser brusca, ahora me toca ser profesional.
Me coloco las gafas y, de reojo, percibo que su mirada se
intensifica todavía más.
«¡Ignóralo!»
En el buscador me salen los pisos del barrio de Salamanca. Hay
más de los que yo recordaba. Hace tiempo que no vendo ni alquilo
nada por esa zona. Tengo tres, dos cerca del mío y uno en el
mismo edificio.
—Hay tres —comento, mirándolo de soslayo.
—Quiero verlos, ¿podría ser ahora mismo? —Su tono de voz es burlón, como lo es su semblante cuando lo miro. Se mece de
un lado a otro en la silla giratoria, cómodo, como si fuera suya y
estuviera en su casa. ¡Uf! ¿De qué va?—. Por cierto, me llamo Leonardo
Ferrer.
—Eva Castillo —digo, ganando tiempo y pensándome la respuesta.
Necesito que se vaya cuanto antes, tengo hasta fatiga por
los nervios—. ¿Ha de ser ahora? Tengo que terminar algunas cosas.
—Dame un segundo.
Cierra los ojos y enseguida los abre, con un intenso suspiro.
Vuelve a observarme como si no existiera nada más, con miradas
poderosas, con un brillo que me descoloca. Es guapo. Aunque
conmigo no tiene nada que hacer.
Me dedico de nuevo al ordenador mientras él, por fin, me libera
de su escrutinio y rastrea en el móvil. Estoy un poco agobiada
por su presencia y por el juego interminable y extenso de miradas
que este tipo ha propiciado.
—Esta mañana, sí —confirma. Coge el bolígrafo que lleva sujeto
al bolsillo superior de la cazadora motera y hace una cruz en
mi catálogo—. Éste, quiero ver éste.
—Es el más caro —contraataco.
—Es el que más se ajusta a mis necesidades. —Chasquea los
dedos, exigente—. ¿Algún problema con ese piso en particular,
señorita Castillo?
—Ninguno, señor Ferrer. —¡Ja!, me he quedado con su apellido—.
¿Vamos?
¿Para qué dilatar más lo inevitable?
Me quito las gafas. Mientras apago el ordenador y rebusco las
llaves en el cajón, no dejo de pensar. Que sea mi vecino no tiene
por qué ser malo, coincidiremos en las zonas comunes y el ascensor.
Nada raro. Ono tendría que serlo. Pero me siento muy violenta,
Leonardo Ferrer me mira de forma indiscreta. Sube y baja por
mi rostro, me examina sin fingir que no lo hace y me está poniendo
furiosa. Para colmo, vamos a tener que compartir coche.
—Adelante —le digo cuando me levanto.
Se pone de pie y dice que no despacio con la cabeza, cediéndo-
me el paso. ¿Me querrá mirar el culo? Vaya mañanita... 
—Iremos en mi coche.
—¿Por qué? —pregunta detrás de mí.
Me paro en la puerta y me pongo la chaqueta y el pañuelo que
he cogido de la silla al levantarme. Evito estar pendiente de sus
acciones, sin embargo, él intenta ayudarme. Yo se lo impido.
—Son las normas y... porque aquí mando yo —zanjo, tropezando
al querer mostrar seguridad.
Me sujeta del codo, evitando la caída, y quedo de cara a él. Su
expresión es taimada.
—A mi moto le encantaría que te montaras... —se regodea.
—¿Vas de listo?
—¿Te pongo nerviosa?
Sonrío con ironía.
—Oh, sí, no sabes cuánto. —Y añado—: Me ponen enferma
los tíos como tú.
Le abro la puerta para que salga, pero se frena. Ahora sí me
observa de cuerpo entero, deteniéndose en las piernas, en las medias.
No se corta. Sube hasta mi discreto escote y se aprieta los
ojos con los dedos.
Al volver a mí, me levanta la barbilla con el índice y hace que
le sostenga la mirada. Me quema la piel, me la noto ardiendo
como si tuviera una bola de fuego frente a la cara.
Leonardo Ferrer se da cuenta del efecto que me ha producido
y da un paso más. Maldito canalla... Desvío la mirada, maldiciéndome.
Necesito aire, odio esto, no estar prevenida. ¿Por qué no puedo alejarme?
—Estás preciosa, Eva.
—¿Qué? —Confusa, analizo la frase y libero a mi verdadero
yo—. No me conoces lo suficiente como para decir si lo estoy o,
en todo caso, lo soy, ¿no crees?
Intento soltarme.
—No voy a llevarte la contraria.
—¿De qué vas? Sé cómo jugáis los hombres para obtener lo
que queréis. —Le doy un manotazo. Su mano cae al vacío—. No
vueltas a tocarme.
Entrecierra los ojos y yo no permito que me afecte ese gesto
tan misterioso. Me prohíbo hacer cualquier tipo de tontería al no
sentirme estable. Suspira repetidas veces, mirándome. Luego dirige
la vista al suelo y de nuevo a mí.
—¿Tienes novio? —insiste tenso.
—Estoy casada, lo siento.
—No te creo —me reta con voz ronca.
Me observa los labios, tragando, sé que ansioso por dar el últi-
mo paso y probar mi boca, pero se contiene, como lo viene haciendo
desde que nos hemos visto. Es obvio que le he gustado, es
tan evidente como que a mí me ha perturbado su presencia. Mi
mirada se pierde en la suya. Me siento azorada y nerviosa al verme
reflejada sus ojos.
—Conmigo te equivocas —aclara con cierta amargura, más
cerca, sin importarle lo borde que he sido—. No soy como otros.
—Es lo que decís todos —replico, echándome hacia atrás, esquivándolo.
—Te lo repito —dice, bajando la mirada, tentándome con su
boca entreabierta—, no soy como esos que pareces conocer.
—Para enseñarte un piso no me importa cómo seas —ataco
directa a la yugular—. Pero por cierto, no me chupo un dedo...
—Si quieres... te lo chupo yo —ronronea.
Aumenta la cercanía, y se arriesga a llevarse el guantazo que se
está buscando.
Su aliento me provoca, me resulta excitante su perverso y atre-
vido jugueteo sin conocernos, aunque no me incendia como necesito.
Ya no siento nada. Me duelen las caricias, no soporto que
un hombre me toque. No después de lo que sucedió cuando crucé
las puertas de una casa en la que nunca debí entrar. Eso me marcará
toda la vida, y no sólo en el cuerpo, sino también en el alma.
Lo que viví tanto dentro como fuera me perseguirá a cada
paso.
—¿Vamos? —pregunta, destrozando el momento, alejándose.
Conteniendo la respiración—. No voy a besarte, Eva.
Abro los ojos como platos, lo empujo lejos de mí y me aclaro
la garganta. Se acabaron los rollos, no me va a ganar la partida.
—Ni yo quiero que lo hagas —le espeto mientras salgo, mirándolo
por encima del hombro. Me tiembla todo, casi no me
sostengo en pie, pero lo disimulo—. ¿Vas a querer el piso o has
venido a hacerme perder el tiempo?
—Lo querré con toda seguridad.
Se guarda el bolígrafo que, aunque yo no era consciente, lleva-
ba aún en la mano. Se coloca detrás de mí sin rozarme, pero alterándome,
confundiéndome con su olor, con la amenaza que percibe
mi cuerpo, mi mente, que me transporta a otro tiempo, y me
murmura cerca del oído:
—¿Un café antes de empezar con la diversión?
«No dejes que te toreen.»
—Conmigo, poquita —ataco a la defensiva. Sin darle la cara—.
¿Te queda claro? De mí no vas a obtener nada más que un piso.
—Bien. Ya lo veremos. ¿Sabes por qué? —dice riéndose con
malicia.
Aspiro, espiro. Me tiene al límite. No pienso mirarlo o nues-
tras bocas estarán tan cerca que se podrán tocar.
—Porque quiero un tú y yo solos. Recuérdalo.

2
Cómo empezó todo...
Un año atrás...
Mi vida como Leonardo Ferrer empezaba a ser organizada, estable,
y eso me gustaba, me llenaba. Era poderoso e importante, la
gente me respetaba y eso hacía que mi autoestima aumentara
cada día, sobre todo con cada caso que como abogado defendía.
Aquel día me preparé sobre las nueve de la noche.
Era invierno y en Las Palmas de Gran Canaria, donde estaba,
extrañamente hacía un frío que calaba hasta los huesos. Fui a la
sala y le dije a Carlota, la señora que se ocupaba de la casa, que me
preparara la chaqueta y la corbata. Tenía una cena y quería estar
elegante, acertado. Iba de oscuro, como casi siempre para cenas o
eventos. Me miré en el espejo, me toqué el pelo y me lo engominé
hacia atrás tras ponerme gel fijador en las manos.
Para esa ocasión especial dejaría el estilo motero. No quería
cagarla. Acababa de afeitarme y tenía una cita con Viviana, la
mujer con la que estaba compartiendo mi vida desde hacía siete
meses.
Tenía pensado hablar con ella y proponerle que se trajera algunas
cosas a casa, que pasara los fines de semana conmigo. Me
proporcionaba todo cuanto necesitaba, tanto sentimental como
sexualmente, así que ¿por qué no? Mi planteamiento era dar un
paso más, formalizar poco a poco lo nuestro. Era hora de encauzar
mi vida después de las dos carreras que había estudiado, derecho
y arquitectura, y a las que había dedicado tanto tiempo.
En ese momento estaba centrado en una.
Mi trabajo de abogado en el bufete de mi familia había ido en
aumento de una forma veloz, por lo que ahora disponía de una pequeña fortuna. El apellido Ferrer era muy prestigioso en la isla,
como lo había sido en Madrid, nuestra ciudad de origen, y eso me
ayudaba en cualquier caso que quisiera defender. Todo iba viento
en popa y preveía una noche grande. Con expectativas muy altas.
«Más le vale a Viviana estar a la altura», pensé con ironía.
—Carlota, no sé a qué hora llegaré —dije. Ella asintió y dejó
las prendas que le había pedido sobre el sofá de cuero—. Si llama
mi hermana Alba, explícale que tengo una cita y que mañana la
pondré al día sobre el caso de divorcio que tiene que tratar, por
favor.
—De acuerdo.
Terminé de prepararme y cogí el teléfono mientras salía de
casa, camino del amplio garaje. Marqué el número de Viviana,
presumiendo del móvil que acababa de adquirir. A los dos pitidos,
ella respondió. Sonreí al oírla, estaba empezando a sentir cosas
por aquella mujer.
—Hola, guapo.
—Hola, guapa. Ya salgo de casa —la avisé, sin dejar de sonreír,
abrochándome la chaqueta. Un solo botón, el del centro—. ¿Qué
has preparado para mí?
—Hmm... cositas buenas.
—Me pones malo, cardiaco y cachondo, lo sabes —me burlé.
Di dos pasos, abrí el garaje con el mando a distancia y me detuve
en la entrada. Me encendí un cigarrillo, y sonreí de nuevo al oír
unos leves gemidos—. Eres una chica muy traviesa.
—Sí... ¿Tú qué haces?
—Fumar e ir a buscar el coche. Te he comprado una cosa.
—¡Me pones ansiosa!
—Venga —dije, soltando el humo—, nos vemos en quince
minutos. Te doy un toque cuando esté fuera. Llevo coche, no
quiero que te hieles.
—Te espero.
Viviana cortó la primera la llamada y yo me guardé el móvil en
el bolsillo derecho del pantalón. Estaba dando la última calada
cuando unos pasos me alertaron de que algo sucedía. Eran enérgicos,
resonando en el silencio. No me dio tiempo a volverme,  todo pasó muy rápido; en segundos estuve tirado en el suelo y
sujetado por varios brazos.
—Vamos a joderle esa cara bonita al abogaducho.
No entendía nada. Intenté zafarme. Di un puñetazo al aire y
solté el otro puño con precipitación, pero recibí muchos más. De
pronto, un pinchazo rápido en la mejilla me arrancó un grito
ahogado que no llegó a salir de mi garganta, y me paralizó del
todo. Un frío velo negro se cernió sobre mí.
Me desmayé de dolor.
Horas más tarde, noté que empezaba a recuperar la conciencia,
con el cuerpo dolorido, casi inmovilizado. Tenía algo clavado
en los brazos. Estaba en una cama, no la mía. Demasiado blanca,
recta.
Me invadió la impotencia: era el hospital. Y lo que llevaba clavado
serían agujas con alguna clase de medicamento.
—Esto no va a quedar así. —Oí a lo lejos la voz de mi padre,
Víctor. Intenté abrir los ojos, pero me escocían, los tenía inyectados
en sangre—. Todo apunta a un ajuste de cuentas, seguramente
por un caso en el que Leo ha participado hace poco. Tenemos
que averiguar cuál. Se van a pudrir en la cárcel.
—Quiero formar parte de esto —dijo mi hermana Alba. Apreté
los párpados, controlándome—. Seremos un equipo, lucharemos
los tres como sus abogados: mamá, tú y yo, pero... papá —se
lamentó—, no va a llevar nada bien lo del corte...
—Se curará —intervino Claudia, mi madre; me pareció que
estaba muy entera—. Con el tiempo le quedará cicatriz, pero no
creo que sea necesario retocarla... Y a Viviana no la quiero ver en
casa cuando todo esto pase. ¿Ahora mi hijo es un monstruo?
Quise gritar hasta desgarrarme la garganta. Con apenas unas
palabras, las cosas habían quedado claras. La fría gasa que se posaba
en mi mejilla derecha, cubriendo la que suponía era una espantosa
herida, lo advertía, y para Viviana había pasado de ser un
hombre atractivo a sentir un rechazo absoluto.
Tampoco podía culparla ni obligarla, pero me dolía y decepcionaba. No lo esperaba, pensé que me quería. Lo demostraba a
menudo.
—¡Hacédselo pagar! —grité, arrancándome la gasa... Un chorro
de sangre manchó la blanca sábana. Mi familia corrió a mi
lado, desencajados—. ¡No me toquéis!

Desde ese momento, mi vida cambió, los planes de futuro que
tenía se esfumaron y tuve que elegir un nuevo camino. Ya no quería
programar nada... A veces, la vida te lo quita todo en un instante.
Y debía olvidarme de Viviana. No me quedó más remedio
y tuve que alejarme de mi familia, de mi trabajo.
Fue una venganza, así lo admitieron los culpables... Que estuvieran
en prisión no me ayudó, yo seguía marcado por fuera y por
dentro.
Aprendí a esconderme detrás de una máscara, en la oscuridad,
para intentar recuperarme lentamente. Me mudé de vuelta a Madrid,
a las afueras, pudriéndome en las riquezas que ya no podría
brindarle a nadie, ocultándole mi paradero a mi familia, que respetaron
mi decisión por el momento, sin perder el contacto. Con
la única compañía de Carlota, mi fiel asistenta.
Tuve que empezar de cero, dejar atrás a Leonardo Ferrer y pasar
a ser otro hombre: Leo Torres. No soportaba ser rechazado
por la gente..., por las mujeres. Y con esa idea, dos semanas después
acudí al único local donde no tenía que mostrar mi imagen,
ya que no era necesario que los que acudíamos allí nos viéramos,
sino todo lo contrario. Ahí estaba el morbo y en eso consistía.
Entré en un juego peligroso al no saber con quién compartiría
espacio, pero eso sí, disfrutando de buen sexo. Era justo lo que
necesitaba. El local estaba cerca de casa. Y allí, en medio de aquella
negrura... apareció ella.
—¿Hola? —preguntó una voz serena y dulce.
—Pasa.
La puerta se abrió y se cerró, dejando pasar sólo un breve rayo de
luz y una suave ráfaga de aire frío. Oí un suspiro intenso, acompañado
por unos leves gemidos. Mis fosas nasales se inundaron
de su olor. Era suave. Femenino. Pero tan penetrante que ocupó
todo aquel espacio, invadió mis sentidos.

portada_no-me-prives-de-tu-piel_patricia-geller_201510280958
Ya a la venta en todas las plataformas digitales a nivel mundial y en librerías españolas.
Etc...

3 comentarios:

  1. Me gusto mucho asta que el empieza acostarse con otras mujeres después de que ella comete el error de acostarse con su ex no me gusto lo promiscuo de el

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  2. Me gusto mucho asta que el empieza acostarse con otras mujeres después de que ella comete el error de acostarse con su ex no me gusto lo promiscuo de el

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